Discurso de agradecimiento del Poeta Raúl Zurita al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2016.
Chile, mucho antes de ser un país fue un poema. Es el “Chile fértil
provincia señalada/ en la región antártica famosa/ de remotas naciones
respetada/ por fuerte, principal y poderosa”, de La Araucana de Alonso
de Ercilla, ese soldado español que participó en la conquista y que
después de declarar que no venía a cantarle al amor sino a la espada,
vio en un territorio absolutamente desconocido, en el lugar más remoto
del mundo, los bordes aún imaginarios de un país, uniendo para siempre
nuestro destino con el destino de la poesía, de los grandes sueños y de
sus encarnaciones concretas, pero también con las trazas de una
violencia extrema anidada en el centro de nuestra historia.
Soy un poeta chileno, soy un hijo de esa violencia y de esa delicadeza.
Agradezco este premio que lleva el nombre del más grande poeta de la
historia de la lengua castellana, Pablo Neruda. Frente a su obra la
sensación a menudo no es distinta a la que podemos experimentar mirando
las cumbres de los Andes o la inmensidad del mar. Poemas como Galope
muerto, Walking Around o Alturas de macchu Picchu nos hacen pensar en
esas dimensiones. En sus momentos más altos su poesía más que la
creación de un autor se parece a un destino en cuya inexorabilidad están
expresados todas las muertes, esperanzas, tragedias, sueños y
despertares, de millones y millones de hombres y mujeres que han
requerido de los poemas para completar sus existencias. Pablo Neruda al
escribir su Canto General no sabía que ese libro iba a ser la prueba de
que los pueblos que a través de él lo escribieron y que allí se
mencionan, debían atravesar todavía otra “muerte general” –las nuevas
dictaduras y su interminable secuela de asesinados y desaparecidos-
dándoles a todas esas víctimas, a los oprimidos y marginados de nuestra
historia la sanción póstuma de encontrar en la poesía la vida nueva que
debía esperarlos y que no los esperaba.
Recibo entonces esta
distinción con un sentimiento de gratitud pero también de dolor, de
alegría y al mismo tiempo de tristeza, de orgullo y a la vez de
vergüenza. La tarea no era escribir poemas ni pintar cuadros; la tarea
era hacer de la vida una obra maestra y los restos triturados de esa
tarea cubren la tierra como si fueran los escombros de una batalla
atrozmente perdida. La poesía es la más alta creación humana, su
fundamento es la celebración de la vida, pero ha tenido demasiadas veces
que relatar la desgracia. Nada de lo que creí en mi juventud que sería
el mundo ha sido el mundo, nada de lo que imaginé que sería Chile
después del terrible paso de la dictadura es lo que ha sido Chile. Lo
único bueno que nos enseñaron esos años feroces: ese compañerismo, esa
lealtad, que nos hizo a tantos atravesar la noche un poco más
guarecidos, mostrándonos en las situaciones más difíciles que la
solidaridad era posible, que el amor era posible, fue lo primero que se
olvidó y vimos surgir así un país atomizado por el neoliberalismo,
insolidario con los más débiles, en muchos aspectos déspota con los más
desposeídos.
A la poesía le concierne íntimamente ese fracaso,
el estado de una sociedad no puede medirse por lo bien que están los que
están bien; felices los felices, dice Borges en la sentencia final de
su “Fragmentos de un evangelio apócrifo,” sino por lo mal que están los
que están mal, y los que están mal están muy mal. La poesía debe bajar
con ellos, debe descender junto a lo más dañado, a lo más tumefacto y
herido para emprender desde allí, desde esas fosas de lo humano como
quería el pequeño Rimbaud, el arduo camino a una nueva alegría, a una
nueva esperanza, a un nuevo sueño, pero no a un sueño cualquiera, no a
una esperanza débil, no a una alegría cautelosa, sino para que desde el
hambre, desde los asilos de ancianos pobres, desde cada niño y niña
violadas, desde las cárceles, desde los Sename de este mundo, emerja un
sueño tan fuerte que de vuelta la realidad y nos muestre de nuevo los
infinitos resplandores de esta tierra que aún nos ama.
Y nos
ama, e increíblemente nos ama, pues habría bastado que la cordillera de
los Andes se hubiera desplazado unos pocos kilómetros más al oeste o que
el nivel del Pacífico hubiese subido unos metros, para que nada de esto
hubiese existido. Sin embargo algo quiso que fuéramos, algo quiso que
hubiese un pueblo más entre los otros pueblos, que hubiese un sueño más
entre los otros sueños, que hubiese una voz más en la conversación
general que todas las cosas mantienen con todas las cosas. Por razones
que son misteriosas ese diálogo tomó en Chile la forma de la poesía.
La pregunta crucial que plantean los grandes poemas es: si los seres
humanos son capaces de escribir el Cántico de todas las criaturas de San
Fracisco, de pintar los retablos de Fra Angelico o la mujer con flores
de Diego Rivera, si pueden ejecutar con zampoñas la música más profunda y
bella del planeta; la música boliviana, ¿cómo puede entenderse que al
mismo tiempo asesinen a otros seres humanos? Si la sobrecogedora voz de
Isabel Aldunate cantó frente al país destrozado “El ayuno”, si Violeta
Parra, sabiendo que se iba a matar, compuso ese himno que se llama
“Gracias a la vida”, ¿cómo, con qué palabras puede explicarse que otros
hayan hecho de los estadios mataderos de hombres? Si el poeta Robert
Desnos, uno de los fundadores del surrealismo, cruzó los campos de
exterminio, ejecutando, en las condiciones más infernales que se puedan
concebir, el acto absolutamente delicado de corregir un poema de amor,
¿cómo pueden comprenderse las gasificaciones masivas, los hornos
crematorios, Auschwitz? Un estudiante adicto al surrealismo, que había
entrado con los partisanos checos, Josef Stuma, reconoció a Desnos entre
los moribundos y recogió el poema. No contenía ninguna referencia a los
campos ni a las circunstancias en que fue escrito. Era solo un poema de
amor, pero precisamente porque era solo eso; un poema de amor en medio
del infierno, constituye la denuncia más feroz que alguien haya hecho
del horror del genocidio. El poema se llama “A la misteriosa”, y pone
frente a la monstruosidad de Treblinka la imagen de un sueño. Lo leo:
"Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad. ¿Habrá tiempo para
alcanzar ese cuerpo vivo y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz
que quiero? Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse
sobre mi pecho abrazan tu sombra, quizá ya no podrían adaptarse al
contorno de tu cuerpo. Y frente a la existencia real de aquello que me
obsesiona y me gobierna desde hace días y años seguramente me
transformaré en sombra. Oh balances sentimentales. Tanto soñé contigo
que seguramente ya no podré despertar. Duermo de pie, con mi cuerpo que
se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única
que cuenta ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente y
tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de tu sombra y
de tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre los
fantasmas, y cien veces más sombra que la sombra que siempre pasea
alegremente por el cuadrante solar de tu vida."
Opongo entonces
la infinita devoción de ese poema, su insobornable pureza, a todas las
crueldades de la historia, porque si la poesía de Robert Desnos no
existiera, si el arte no existiera, probablemente la violencia sería la
norma. Pero existe, y el solo hecho de que alguien en medio del
holocausto, pudo escribir algo tan increíblemente bello como “Tanto soñe
contigo que pierdes tu realidad”, hace que el crimen sea infinitamente
más crimen y el asesino infinitamente más asesino.
Es lo que he
tratado de mostrar en lo que he escrito. He imaginado en medio del
terror de la dictadura sagas inacabables que se me borraban al amanecer,
poemas alucinados donde el Pacífico flota suspendido sobre las cumbres
de los Andes y donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro
sobre el horizonte. Imaginar esos poemas fue mi forma de resistir, de no
enloquecer, de no resignarme. Sentí que frente al dolor y al daño había
que responder con un arte y una poesía que fuese más fuerte que el
dolor y el daño que se nos estaba causando. No se trataba de lanzar
andanadas de pequeños poemas de combate, sino de algo mucho más
arrasado, más luminoso, más sordo y violento. Había que hablar de amor,
pero para hablar de amor había que aprender a hablar de nuevo, comenzar
desde cada letra, porque ninguno de los lenguajes que existían antes
bastaban para dar cuenta de lo que había sucedido. Siento que los
escombros de esos años están allí, en esos intentos, y que dictados por
un deseo que nos sobrepasa, los poemas no son sino los sueños que sueña
la tierra, los sueños con los que intenta lavarse del sufrimiento
humano, y que uno no puede nada frente a eso sino apenas grabar unas
pequeñas marcas, unos mínimos retazos que quizás sobrevivan al
despertar.
Yo viví en Chile en los años de la dictadura y
sobreviví a ella y a mi propia autodestrucción. El año 1975 después de
un episodio humillante con unos soldados me acordé de la frase del
evangelio de poner la otra mejilla y entonces fui y quemé la mía. No
supe bien por qué lo hacía, pero allí comenzó algo. Recordé que de niño
había visto un avión que volaba en círculos trazando con humo blanco el
nombre de un jabón para lavar ropa e imaginé de golpe un poema
escribiéndose en el cielo. Entendí entonces que aquello que se había
iniciado en la máxima soledad y desesperación de un hombre que se quema
la cara encerrado en un baño, debía concluir algún día con el vislumbre
de la felicidad. Dos años más tarde pensé en una escritura sobre el
desierto que solo pudiese ser vista desde lo alto. Solo diría “ni pena
ni miedo”, y estaría surcando un país donde casi lo único que había era
pena y miedo. Años más tarde vi la frase recortada sobre el desierto y,
efectivamente, por su extensión solo se podía leer completa desde el
cielo. Alguien reparó que el surco de las letras en la tierra se parecía
al surco de la cicatriz en mi cara. Habían pasado dieciocho años y me
sorprendió haber sobrevivido. Recibo esta distinción en nombre de
nuestros ausentes.
Yo trabajo con mi vida y trato de que eso no
sea una consigna. No porque mi vida tenga algo ejemplar, el diablo me
libre de ser ejemplo de nada, sino porque creo que si podemos llegar al
fondo de nosotros mismos, sin autocompasión ni falsa solidaridad,
mirando nuestra zona de luz, nuestra sed de amor, pero también toda
nuestra reserva de odio, violencia y de crimen, es posible que lleguemos
al fondo de la humanidad entera. Creo que todo lo que puedo haber hecho
está allí. He escrito desde un cuerpo que se dobla bajo los efectos del
Parkinson, que se rigidiza, que tiembla, que se va para adelante y que
cae y he encontrado hermosa mi enfermedad, he sentido que mis temblores
son bellos, que mi dificultad para sostener estas hojas que ahora leo es
bella. He escrito sobre ese cuerpo, sobre los dolores que les he
causado a otros y los que yo mismo me he infligido, he grabado con fuego
mis poemas sobre mi piel. Solo los enfermos, los débiles, los heridos,
son capaces de crear obras maestras. Siento que he escrito desde una
cierta irreparable desesperación y, a la vez, desde una incontenible
alegría. Una alegría extraña porque es como si naciera de la dificultad
de ser felices. Del encuentro de esos fantasmas nace mi escritura. La
escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para
escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una
brizna de músculo ni de huesos ni de carne. Es un sacrificio absoluto y
al mismo tiempo es la suspensión de la muerte. Es algo concreto, cuando
se escribe se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte.
Escribo porque es mi ejercicio privado de resurrección.
Decía
al comienzo que esta tierra aún nos ama, todavía quiere verse en
nosotros, todavía el mar, el desierto, las montañas, quieren mirarse en
nuestras miradas, todavía el sonido de las rompientes y del viento
quiere reconocerse en nuestros oídos, todavía sus estrellas quieren
reflejarse en nuestros ojos. En sus momentos más felices mi poesía ha
tratado de expresar ese amor de la tierra, no siempre ha sido así. He
escrito desde la herida y del daño en un mundo herido, enfermo, sin
compasión. He escrito desde el dolor, pero nuestro deber es la
felicidad. He escrito desde el odio, pero nuestro deber es el amor.
Termino con el poema con que quisiera cerrar mi vida:
Entonces, aplastando la mejilla quemada / contra los ásperos granos de
este suelo pedregoso -como un buen sudamericano- alzaré por un minuto
más mi cara hacia el cielo / llorando / porque yo que creí en la
felicidad / habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables estrellas
Te amo Paulina, tú eres las estrellas irrefutables de mi noche.
Raúl Zurita
Julio 14/ 2016
jueves, 21 de julio de 2016
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